La pista de hielo (fragmento)
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Dicen que el amor hace a las personas generosas. No sé, no sé;
a mí sólo me hizo generoso con Nuria, nada más. Con el
resto de la gente me volví desconfiado y egoísta, mezquino, maligno,
tal vez porque era consciente de mi tesoro (de la pureza inmaculada de mi tesoro)
y lo comparaba con la putrefacción que los envolvía a ellos. En
mi vida, lo digo sin miedo, nada hubo semejante a las meriendas-cenas que tomamos
juntos en las escalinatas que descienden del Palacio al mar. Ella tenía
una manera, no sé, única, de comer fruta con los ojos perdidos
en el horizonte. Aquellos horizontes de auténtico privilegio. Casi no
hablábamos. Yo me acomodaba un escalón por debajo y la miraba,
aunque no mucho, mirarla demasiado era doloroso, y bebía mi té con
delectación y parsimonia. Nuria tenía dos chandals, uno azul con
rayas diagonales blancas, el oficial, creo, del equipo olímpico de patinaje,
y uno negro ala de cuervo que resaltaba su pelo rubio y su cutis perfecto, arrebolado
por el esfuerzo, de muchacha de Botticelli; éste último era un
regalo de su madre. Para no mirarla a ella yo miraba los chandals y aún
recuerdo cada pliegue, cada arruga, lo abombado que estaba el azul en las rodillas,
el olor delicioso que desprendía el negro sobre el cuerpo de Nuria cuando
la brisa del atardecer nos evitaba cualquier palabra. Olor a vainilla, olor
a lavanda. A su lado, por supuesto, debí desentonar. A nuestras citas
diarias yo acudía directamente del trabajo, no lo olvidéis, y
a veces no tenía tiempo de quitarme el traje y la corbata. Otras veces,
cuando Nuria tardaba en aparecer, sacaba del maletero unos pantalones vaqueros
y una camiseta deportiva gruesa y holgada, una Snyder americana, y me cambiaba
los zapatos por unos mocasines Di Albi que se llevan sin calcetines, aunque
a veces olvidaba quitármelos, todo esto bajo el parral, sudando y escuchando
el ruido de los insectos. "